- UNO
Me acuerdo de todo porque coincidió con la muerte de Amy Winehouse.
Nos encontramos muy temprano por la mañana en la Estación Naranjal. Él vestía esa horrible camisa blanca de marino con bordados amarillos y una chompa negra, grande, que parecía de su padre. Me saludó con la mano y en su cara se iluminó una sonrisa de labios gruesos, poderosos. Había hecho el viaje, después de varias conversaciones de chat, y por fin íbamos a acostarnos. Salimos de la estación, tomamos un bus que nos llevó por los recovecos del Cono Norte y, después de preguntarle varias veces si ya habíamos llegado, bajamos. Caminamos cuadra y media, y subimos unas escaleras externas hacia un minidepa, saludamos a su casera, me presentó como un colega y seguimos nuestro camino. Cuando nadie nos veía, tras cerrar la puerta, se acercó y me besó hondo, casi desesperado. En seguida nuestras lenguas hicieron lo suyo. Le arranqué el pantalón y, aún con la camisa puesta, pude ver sus nalgas en todo su esplendor. Fuimos a su cama y lo monté tanto como pudimos, yo con mi cuerpo adormilado y él con la poca energía que le dejaba una noche de guardia.
Fue un polvo bastante mediocre, habría que admitirlo desde ya, pero se nos dio por conversar. ¿Qué me había llamado la atención de él? Su uniforme de la Marina de Guerra del Perú, por supuesto. ¿Y de mí? La barba. No había mayor sinceridad: dos hombres masturbándose con el cuerpo del otro, previo fetiche de por medio. Me contó lo difícil que era llevar su sexualidad con discreción, a pesar de los muchos gais de la Marina que hay. Tampoco lo sabían sus padres, señores humildes de alguna provincia norteña, y era seguro que nunca entenderían. Fue una confesión bastante triste. La conversación terminó con nuevos besos, más sexo mediocre y una pequeña siesta. Cuando desperté, él había encendido la televisión. Los noticiarios reportaban que Amy Winehouse estaba muerta, probablemente por intoxicación. Me puse a pensar en las tres o cuatro canciones que conocía de la difunta, de la tarea pendiente de escuchar sus dos álbumes con más atención, pero sobre todo de lo frágiles que resultan algunos seres en este mundo furioso y hostil. Tal vez fue soledad, pensé mientras nos incorporábamos rumbo a la ducha.
Como buen anfitrión, no solo me ofreció la ducha, también se bañó conmigo y hasta me jabonó. A pesar del agua helada, seguimos con nuevos besos y un nuevo polvo. Nada más. Yo tenía ganas de ir a mi casa a comer y a él lo acababan de llamar sus colegas para jugar una pichanga. Me acompañó hasta la estación Naranjal y nos despedimos. Nunca más volvimos a tirar. Después de esa vez, tuvimos largas, interminables conversaciones por chat. El tema recurrente eran sus terribles crisis de culpa por no llegar a ser el macho homofóbico que le exigía su institución y su familia. Lo que pasó después fue bastante malo para él: se enredó con un colega casado que lo usaba cuando estaba aburrido de su mujer. Acostumbrado a tan poco, a las migajas de cariño, sucedió lo peor: se enamoró de su colega. Yo lo aconsejaba como si tuviera alguna experiencia, como si no me bastara con mis propios problemas, como si la existencia no me pesara lo suficiente. Tenía que sacarlo de su vida, le decía muy convencido, enamorarse de alguien que valga la pena, buscar por otros lados, dejarse de apariencias y vivir su vida en serio.
La última vez que lo vi fue para entregarle unas camisas que no me quedaban y que a él le podían servir. Me contó de sus nuevas conquistas, cada una peor que la otra. Había cumplido 27 años y su familia le preguntaba por una novia, por hijos, por esa vida empaquetada que esperan tantos padres. Lo notaba cada vez más desesperado. Le di el número de un amigo psicólogo, pues ya no quería confiar siquiera en los del hospital de su institución. A pesar de todo, nunca lo llamó.
Poco después supe que se había ofrecido de voluntario para ir a la selva, a una base en los quintos infiernos, cerca de la frontera con Colombia. Estaba seguro de que así podría olvidar a su compañero casado y a todas las malas experiencias. Pensaba que podría escapar de las preguntas de su familia y, finalmente, de la verdad. En paralelo, para mí la vida transcurrió pesada como siempre, con sus bajones y sus entusiasmos, y no supe nada de él por unos meses. En la base donde estaba era prácticamente imposible la comunicación, una velocidad decente de Internet era un privilegio por el que se debía viajar un par de días.
Me enteré de su muerte por los mensajes que dejaron sus amigos y su familia en su muro de Facebook. Fue tan repentino que no lo podía creer y tampoco había amigos en común para preguntar. Según lo que pude reconstruir, cayó a una fosa séptica que estaba oculta bajo la vegetación. Demoraron dos días en encontrarlo. Algunos decían que murió al instante, pero no lo tengo claro. Su velorio y su entierro también fueron anunciados en su muro, pero por supuesto no asistí. Solo lloré, lloré como un niño desconsolado que ha perdido a un gran amigo. Lloré las lágrimas que todos los gais del mundo deberíamos llorar cada vez que muere uno de nosotros. Lloré porque yo pude ser él, porque detrás de las apariencias yo también era como él.
En estos días ya no quiero dudar de que fue un accidente, que se resbaló y murió al instante. No tiene sentido hacer conjeturas. Miro al mar y pienso en él. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Reviso mi copa casi vacía, compruebo que ya bebí lo suficiente para adormilarme. Ya es un año y todavía lo recuerdo como a un cercano desconocido. Vuelvo a poner “Tears dry on their own” y solo se me ocurre que la distancia entre resistir y renunciar a veces son unos centímetros antes del abismo, unas cuantas pastillas de más o demasiados vasos de vodka.
Publicado: 2015-02-14
No es un historia de amor para San Valentín ni un testimonio de vida, tampoco una biografía ejemplar. Son los recuerdos de uno de esos seres que parecen ser consumidos por esta ciudad y sus convenciones